Vivimos en días donde la Historia escribe capítulos a golpe de cataclismo. Pandemias que mutan en pesadillas colectivas, incendios que devoran continentes como bestias mitológicas, guerras resucitadas de manuales que creíamos obsoletos. Hay semanas en que el planeta parece una noria desbocada, y nosotros, pasajeros con náuseas, agarrados a los hierros de un vagón sin frenos. El aire huele a quemado, las noticias son sirenas que no callan, y el futuro —ese animal esquivo— se arrastra entre titulares de apocalipsis.
Vivimos en sprint perpetuo. El tiempo ya no pasa: nos atraviesa. Tropiezos mínimos —un email perdido en el limbo digital, una palabra torpe que hiere sin querer— se sienten como caídas libres. Porque el ruido de fondo no es sonido: es un tsunami que nos sacude por dentro, desdibujando la línea entre lo urgente y lo trivial. Ya no recordamos cómo se siente una semana tranquila; la calma es un animal mitológico, como los dragones o los ríos que aún corren limpios.
Pero quizá por eso, ahora más que nunca, necesitemos aprender a anclarnos en lo minúsculo. No como escapismo, sino como resistencia. Como quien planta un jardín en medio de un campo de batalla, regando margaritas entre cráteres de bombas.
El otro día leí sobre alguien que diseccionó su semana en colores (me he permitido una licencia creativa):
Verde: Las risas de su hija al encontrar un caracol en el parque. El mensaje de un amigo que decía "te traje café" sin motivo.
Naranja: Los cafés bebidos a medias entre notificaciones. La ducha rápida donde, por un segundo, el agua caliente le hizo sentir humano.
Rojo: La discusión estúpida que le robó el sueño. La factura inesperada, el dolor sordo tras horas frente a la pantalla.
Al final, el balance fue un mosaico donde el verde ganaba por goleada. No porque el dolor no existiera, sino porque había olvidado contar los atardeceres que sí miró, la canción que le salvó el lunes, el abrazo inesperado que llegó sin avisar. Como si, en su afán por sobrevivir a lo rojo, hubiese pasado por alto las semillas verdes brotando entre el cemento.
La vida es esto: un collage de instantes rotos y enteros. Teselas de gozo (el olor a pan recién horneado que inunda la cocina un domingo, el susurro de las hojas en octubre cuando el viento las hace bailar como derviches) entre baldosas agrietadas (la factura pendiente, el diagnóstico que espera en el buzón, la soledad de las noches demasiado largas). El truco está en no dejar que las grietas nos cieguen al cuadro completo. En recordar que, como en los vitrales, la luz entra precisamente por lo roto.
Ejercitemos la mirada gentil. La que sabe que una hoja bailando en el viento puede ser tan reveladora como un tratado de filosofía. La que entiende que, aunque el mundo gire a mil por hora, nosotros podemos elegir girar con él… pero en slow motion. Como ese viejo roble que crece torcido junto al acantilado: no controla el viento, pero aprende a doblarse sin romperse, a encontrar belleza en su propia asimetría.
Y al final, cuando la noche nos pregunte "¿cómo fue tu día?", quizá podamos responder:
"Hubo caos, sí. Pero también hubo un café tibio olvidado en el escritorio, una palabra amable de un desconocido en el ascensor, un rayo de sol que dibujó un arcoíris en la pared. Y con eso… hoy gano."
Porque al final, lo que nos salva no es detener el giro del mundo… sino aprender a bailar en su desequilibrio. A encontrar, en medio del vértigo, ese instante en que todo se calma: el suspiro de la tierra antes del amanecer, la pausa entre dos notas de una canción, el segundo exacto en que decides que, hoy, el verde será tu color favorito.
Qué bonito y qué profundo, pienso lo mismo y a veces me angustio, en ocasiones tengo la sensación de que no llevo prisa, sino que la prisa me lleva, de que voy en medio de una estampida de personas sin siquiera tener que tocar el piso, porque ellos me arrastran, y corremos todos hacia ningún lado, mucho para reflexionar, mil gracias por compartir