Hay una caja mágica que todos llevamos bajo la piel. No tiene cerradura, pero a veces se atasca. No pesa, pero puede arrastrarnos al abismo o elevarnos a las nubes. Se alimenta de sueños, miedos, preguntas sin respuesta y café de las tres de la tarde. Se llama mente, y es el único lugar del universo donde un átomo y un verso pueden ocupar el mismo espacio.
La imaginación es su primer hechizo.
Con ella, una hoja en blanco se convierte en un mapa de constelaciones inventadas. Un garabato en la servilleta del bar —manchado de cerveza y olvido— puede ser el plano de una catedral o el guión de una película que nadie rodará. Todo lo que el ser humano ha creado —desde el fuego hasta el código binario— comenzó como un "¿y si…?" susurrado en la penumbra de un cerebro inquieto.
Pero esta caja también tiene trampas escondidas en sus esquinas.
La misma mente que escribe sinfonías puede grabar en bucle frases como "no sirves para esto". La que inventa mundos puede también fabricar pesadillas tan vívidas que despiertas sudando. Es un órgano paradójico: nos hace dioses y mendigos, arquitectos y saboteadores. Como escribió Emily Dickinson: "El cerebro es más ancho que el cielo", pero a veces se encoge hasta no caber ni en sí mismo.
La historia está llena de magos que jugaron con su caja:
Einstein convirtió ecuaciones en viajes en el tiempo mental.
Alan Turing imaginó máquinas que hablaran en código, sin saber que años después alguien usaría ese código para enviar memes de gatos.
Oppenheimer, el Prometeo moderno, encontró el fuego de los dioses en un átomo… y luego lloró su luz.
Frida Kahlo pintó su dolor y lo hizo universal, demostrando que hasta la herida puede ser arte.
Pero la mente no es solo genio: es también fragilidad.
El ajedrecista que ve quince jugadas adelante puede no ver la depresión acechando en la jugada dieciséis. El estratega que teje planes perfectos puede enredarse en su propia telaraña de ansiedad. La diferencia entre el inventor y el tirano no está en la inteligencia, sino en qué elige regar: las semillas de la creación o las raíces de la destrucción.
¿Cómo domar este animal indómito?
No hay fórmula, pero sí pistas:
Observar sin juzgar: Como quien mira una tormenta tras el cristal, sabiendo que pasará.
Alimentar el asombro: Dejar que un atardecer o el vuelo de una libélula nos recuerden que el mundo está lleno de motivos para decir "¿y si…?".
Podar los pensamientos: Identificar las malas hierbas mentales ("no puedo", "qué dirán", "no soy suficiente") y arrancarlas de raíz.
La mente es un jardín salvaje.
Puedes cultivar rosas o dejar que crezcan cardos. Puedes regar con poesía o con veneno. Y aunque a veces las tormentas arrasen todo —un fracaso, una pérdida, un error—, siempre queda la semilla de algo nuevo. Como los bosques que renacen tras el incendio, la mente tiene una capacidad obscena para reinventarse.
Epílogo: Un experimento
La próxima vez que sientas que tu caja se llena de sombras, prueba esto:
Escribe tres "¿y si…?" absurdos. Ej: "¿Y si los pájaros escribieran poesía? ¿Y si el silencio tuviera color? ¿Y si mi miedo fuera en realidad curiosidad disfrazada?".
Observa cómo, por un instante, la mente deja de ser prisión para convertirse en tu patio de recreo.
Porque al final, lo único que separa el caos de la creación es el coraje de abrir la tapa y dejar que salga el monstruo… o la mariposa.
Fue como un consejo para un punto preciso. Cosas que uno ya sabe pero que igual necesita que alguien más las diga, y que mejor que con un escrito hermoso y ameno.
Què preciso, bonito y bien escrito. Y como siempre cuando podemos verlo, llega en el momento correcto